- Sab, 10 Dic 2022, 16:39
#1238
Cuando acepté la invitación a aquella cena de empresa me sentí hastiada. Tendría que aguantar yo sola durante toda la tarde y la noche a los insulsos de mis compañeros. Porque la invitación decía que no podía llevar acompañante, así que no podría llevar a nadie que me amenizara la velada.
No es solo que mis compañeros de trabajo y yo tengamos gustos diferentes, es que hablan de ellos sin pasión, parece que estuvieran muertos por dentro. Demonios, si es que ni un solo becario ha permanecido en la empresa más de un año según sus propios archivos. Y la idea de estar horas rodeada de esa gente que parecía estar apagada en todo momento se me hacía una bola de considerable pereza.
De hecho, el pensamiento de hastío aumentó cuando leí en la invitación que la cena se iba a celebrar en el mismo edificio en el que trabajábamos. ¿Quién organiza una cena de empresa en la propia oficina? Y eso que el ánimo general es como si prefirieran estar en cualquier otro lugar que no fuera precisamente el trabajo.
O, al menos, eso es lo que pensaba cuando bajaba en el ascensor de la empresa hasta el sótano segundo, demasiado absorta como para haberme dado cuenta de las señales. Cuando se abrieron las puertas, dos pares de manos me cogieron e inmovilizaron rápidamente. Los reconocía a pesar de las capuchas: Ramón de informática y Carmen, la recepcionista, en contra de todo lo que me habían mostrado hasta ahora, sonreían de forma maníaca mientras me ataban brazos y piernas al altar de piedra que había en el centro de la sala. A mi alrededor, el resto de los compañeros, por primera y última vez desde que los conocía, sonreían y parecían estar justo donde querían estar.
No es solo que mis compañeros de trabajo y yo tengamos gustos diferentes, es que hablan de ellos sin pasión, parece que estuvieran muertos por dentro. Demonios, si es que ni un solo becario ha permanecido en la empresa más de un año según sus propios archivos. Y la idea de estar horas rodeada de esa gente que parecía estar apagada en todo momento se me hacía una bola de considerable pereza.
De hecho, el pensamiento de hastío aumentó cuando leí en la invitación que la cena se iba a celebrar en el mismo edificio en el que trabajábamos. ¿Quién organiza una cena de empresa en la propia oficina? Y eso que el ánimo general es como si prefirieran estar en cualquier otro lugar que no fuera precisamente el trabajo.
O, al menos, eso es lo que pensaba cuando bajaba en el ascensor de la empresa hasta el sótano segundo, demasiado absorta como para haberme dado cuenta de las señales. Cuando se abrieron las puertas, dos pares de manos me cogieron e inmovilizaron rápidamente. Los reconocía a pesar de las capuchas: Ramón de informática y Carmen, la recepcionista, en contra de todo lo que me habían mostrado hasta ahora, sonreían de forma maníaca mientras me ataban brazos y piernas al altar de piedra que había en el centro de la sala. A mi alrededor, el resto de los compañeros, por primera y última vez desde que los conocía, sonreían y parecían estar justo donde querían estar.