Cayó una tercera vez sobre la arena húmeda, desgarrándose la piel con las piedras que sobresalían de la pared irregular.
Palpó el barro con desesperación.
—¡Ayuda! —chilló—. ¡Sáquenme de aquí!
Por encima de ella la grisácea luz del sol que había embadurnado el pueblo toda la tarde acabó por apagarse; la oscuridad, junto con el clamor de un trueno cercano, fueron las únicas respuestas que recibió.
Dispuesta a volver a intentarlo, subió de un puntapié hasta una rama un poco más alta de su cabeza, intentando buscar una base de apoyo para los pies que no dejaban de resbalar en el fango de la pared.
En ese momento una silueta apareció entre las sombras, en la cima del agujero en que llevaba varias horas, observando como aguantaba en vilo con las pocas fuerzas que le quedaban.
—¿Quién es? —preguntó.
El hombre se agachó, cogió un tronco fino y lo introdujo hasta romper la rama que utilizaba como sujeción.
—El sufrimiento pone a prueba a las brujas—sentenció.
Desde el suelo del hoyo Emily le vio ataviarse con unos guantes de piel y coger una cesta de mimbre, el hogar de una veintena de voluminosas arañas que cayeron sobre la vestimenta raída de la joven, sucia del barro y de la sangre que pronto comenzaron a rapiñar como sanguijuelas.